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reposara en la cama. Lo de esta mañana no ha sido culpa de Les. La chica hizo un movimiento involuntario,
como una gran sacudida, y la cureta penetró. El médico que la examinó allí donde vives...
 Daniel Noyes.
 Bueno, pues el doctor Noyes tampoco tiene la culpa. Por no descubrir el fibroide, quiero decir. No
era grande y estaba en un pliegue de tejido, imposible de ver. Si hubiera sido sólo la perforación, o sólo el
problema del fibroide, la cosa habría resultado más fácil. ¿Cómo se encuentra?
 Parece que está bien.
 Menos mal. Bien está lo que bien acaba. Yo voto por el arroz con pollo, ¿y tú?
A R.J. le daba igual; pidió también arroz con pollo.
Aquella misma noche, cuando estuvo a solas con David, él empezó a formularle duras preguntas a las
que le resultaba difícil dar respuesta.
 ¿En qué diablos estabas pensando, R.J.? ¿Por qué no me consultaste?
 Quería hacerlo, pero Sarah se negó de plano. Tenía que decidirlo ella, David.
 ¡Es una niña!
 A veces el embarazo convierte a una niña en mujer. Sarah es una mujer de diecisiete años, e insistió
en afrontar por sí misma su embarazo. Se presentó ante un juez, que decidió que era bastante madura para
interrumpir la gestación sin que tú tuvieras que intervenir.
 Y supongo que te encargaste de concertar la entrevista con el juez.
 A petición de ella. Sí.
 Dios te maldiga, R.J. Te has portado como si su padre fuera un extraño para ti.
 Eso no es justo.
Al ver que no respondía, le preguntó si pensaba quedarse en Boston hasta que dieran de alta a Sarah en
el hospital.
 Naturalmente.
 Tengo pacientes que me esperan. Volveré al pueblo.
 Sí, será lo mejor dijo él.
En las colinas llovió torrencialmente durante tres días, pero el día que Sarah volvió a casa brillaba un
cálido sol, y la suave brisa transportaba el penetrante olor de los bosques en verano.
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 ¡Qué magnífico día para montar a  Chaim !  exclamó Sarah.
R.J. se alegró de verla sonreír, pero estaba pálida y con aspecto fatigado.
 Ni lo pienses. Has de quedarte unos días descansando en casa. Es importante, ¿comprendes?
 Sí  respondió Sarah, risueña.
 Así tendrás ocasión de escuchar un poco de esa mala música.
 Había comprado el último compacto de Pearl Jam, y los ojos de Sarah se iluminaron cuando se lo dio.
 R.J., nunca olvidaré...
 No tiene importancia. Lo que has de hacer ahora es cuidarte y reanudar tu vida. ¿Sigue enfadado
contigo?
 Se le pasará. Ya verás. Seremos muy cariñosas con él y le hablaremos con mucha dulzura.
 Eres una chica estupenda.
 R.J. le dio un beso en la mejilla, mientras pensaba que debería hablar con David sin más demora.
Salió al patio, donde él estaba descargando balas de heno de su camioneta.
 ¿Querrás venir a cenar conmigo mañana por la noche, por favor?
Tú solo.
David la miró unos instantes y asintió con la cabeza.
 De acuerdo.
A la mañana siguiente, poco después de las once, cuando se disponía a salir hacia Greenfield para
visitar a dos pacientes ingresados en el hospital, sonó el teléfono.
 R.J., soy Sarah. Estoy sangrando.
 ¿Mucho o poco?
 Mucho. Muchísimo.
 Voy ahora mismo.  Pero antes de salir llamó a la ambulancia.
Sarah había aceptado pasarse las horas sentada como una inválida en la vieja mecedora del porche,
junto a los tarros de miel, mirando lo que se podía ver: las ardillas que perseguían a las palomas por el techo del
cobertizo; dos conejos que se perseguían uno a otro; la oxidada camioneta azul de su vecino, el señor Riley,
pasando por la carretera; una enorme marmota, obscenamente gorda, que comía tréboles en un rincón del prado.
De pronto vio que la marmota se alejaba con torpeza para ocultarse en su madriguera bajo el muro de
piedra, y unos instantes después comprendió el motivo: en el lindero del bosque acababa de aparecer un oso
negro, paseando con mucha calma.
Era un oso pequeño, seguramente nacido la temporada anterior, pero su olor llegó hasta el caballo.
 Chaim irguió la cola y empezó a piafar y relinchar aterrorizado.
El oso, al oírlo, se internó precipitadamente en el bosque, y Sarah se echó a reír.
Pero entonces  Chaim dio con el pecho contra el único poste en mal estado que había en la cerca de
alambre de espino. La mayoría de los postes, de acacia negra recién cortada, eran capaces de resistir la humedad
durante años, pero éste era de pino y se había podrido casi por completo en el punto donde se hundía en la tierra,
de manera que cuando el caballo lo golpeó, cayó al suelo sin hacer apenas ruido y el animal pudo salvar la
alambrada de un salto.
Sarah dejó la taza de café caliente y se puso en pie.
 ¡Maldita sea! ¡Eh! ¡Eh,  Chaim !  le gritó . ¡No te muevas de ahí, caballo malo!
Mientras cruzaba el porche hacia los escalones recogió un trozo de cuerda vieja y un cubo en el que aún
quedaba algo de pienso. Tenía que recorrer una buena distancia, y se obligó a ir despacio.
 ¡Ven aquí,  Chaim !  lo llamó . ¡Mira qué tengo para ti!
Hizo sonar el cubo con los nudillos. Por lo general ese ruido bastaba para hacerlo venir, pero el caballo
aún estaba asustado por el olor del oso y se alejó un poco carretera arriba.
 ¡Maldita sea!
Esta vez la esperó, con la cabeza vuelta para observar el lindero del bosque. Nunca había intentado
cocearla, pero Sarah no quiso darle ocasión y se acercó cautelosamente desde un lado, con el cubo de pienso por
delante.
103
 Come, caballo tonto.
Cuando el animal hundió el morro en el cubo, Sarah dejó que se llenara la boca y enseguida le echó la
cuerda al cuello, aunque sin anudarla por miedo a que saliera otra vez huyendo y se enredara con algo que
pudiera asfixiarlo. Le hubiera gustado montarse en él y llevarlo de vuelta, cabalgando a pelo, pero se limitó a
sostener la cuerda con las dos manos y le habló en voz suave y cariñosa.
Dejó atrás el boquete en la cerca y lo condujo hasta el tosco portón. Una vez allí aún tuvo que levantar [ Pobierz caÅ‚ość w formacie PDF ]

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