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de Daniel West era algo más pesado que el representado en el retrato. Pero Daniel West
tenía ya casi cuarenta años. A los treinta había sido virtualmente el doble de Daniel
Tomkins.
Ya había anochecido cuando Daniel regresó a Londres. Mientras conducía, se repitió a
sí mismo: «¿Y eso es todo? Me parezco a él y me llamo igual? ¿Eso es todo?».
No dejaba de repetir aquellas palabras, como encantado. Eso le permitió pensar
demasiado profundamente en la telaraña de tiempo y ansias desplazadas en la que se
había visto atrapado. No quería reconocer que estaba cumpliendo de algún modo las
truncadas ambiciones de un artista muerto hacía tiempo. El siempre había sido un joven
racional, desdeñoso hacia lo sobrenatural, y ahora se negaba a reconocer abiertamente lo
que sabía en secreto desde hacía tiempo: él, Daniel West, únicamente proporcionaba la
energía física necesaria para pintar sus cuadros «Victorianos». Otro espíritu guiaba sus
pinceles.
Cuando Daniel llegó por fin a las iluminadas calles de las afueras de Londres, trató de
concentrarse en los atractivos encantos de su estudio de Chelsea. Tenía a varios amigos
en casa y sabía que, una vez que llegara a ella, habría comida, vino y risas, y no la clase
de ambiente en el que podían aparecer los fantasmas. Mañana mismo destruiría todo su
equipo de artista y a continuación trataría de reanudar su antigua carrera como hombre de
negocios. Y, mientras viviera, nunca pasaría a menos de treinta kilómetros de distancia de
aquel encantador pueblecito de Beech Hill, donde en un tiempo vivió un hombre cuyo
deseo de pintar había sido más fuerte que la propia tumba.
El tráfico era ligero y unos veinte minutos después aparcó frente a su estudio y bajó del
coche. Apenas había dado unos pasos cuando se detuvo, quedándose inmóvil. No estaba
en Chelsea. Sintió un escalofrío de pánico al tiempo que miraba a su alrededor y
contemplaba las fachadas desvencijadas de los edificios, a ambos lados de la calle. Su
coche, y no su voluntad, le había traído a Clapham, a su viejo y abandonado estudio. Se
volvió con la intención de dirigirse al Mercedes y marcharse rápidamente de allí. Pero se
detuvo y se giró de nuevo. Consciente de que estaba temblando violentamente, se
esforzó por ver a través de la débil luz de la calle, hacia la destartalada fachada de la
casa. Había en ella algo diferente. No era exactamente la misma que antes, cuando él
había ocupado su ático y pintado las obras póstumas de Daniel Tomkins. Pero ¿cuál era
la diferencia? Daniel sabía que tenía que descubrirlo. Luchando contra sus temores, abrió
la puerta de hierro y avanzó por el corto camino. La casa estaba a oscuras y,
evidentemente, abandonada. Pero la luz de la calle le proporcionaba la iluminación
suficiente para mostrar lo que Daniel andaba buscando. Y cuando se dio cuenta de lo que
era, todos sus temores se disolvieron maravillosamente. Comprendió que lo que estaba
viendo significaba para él un mensaje de despedida. Su tarea había terminado. Volvía a
ser libre. Lentamente, leyó las palabras escritas en mayúsculas sobre la placa que debían
de haber instalado recientemente sobre la puerta frontal los piadosos guardianes del
pasado histórico de Londres: «GRAN CONSEJO MUNICIPAL DE LONDRES  DANIEL
TOMKINS 1869-1899 -PINTOR  VIVIÓ AQUÍ».
LA CHICA QUE FUE AL BARRIO RICO
Rachel Pollack
Rachel Pollack es una escritora norteamericana afincada en Ámsterdam, donde escribe
y dirige una librería. Sus dos novelas se titulan Vanidad dorada y El país de los muertos, y
ha escrito igualmente libros sobre el Tarot. Su historia es un intento fascinante de crear
una forma moderna de cuento de hadas.
Había una vez una viuda que vivía con sus seis hijas en el barrio más pobre de la
ciudad. En el verano, las muchachas iban con los pies descalzos, y hasta en invierno se
tenían que pasar a menudo un par de zapatos de una a otra cuando tenían que salir a la
calle. A pesar de que la madre recibía cada mes un cheque del departamento de
bienestar social, nunca tenía suficiente, aun cuando todas ellas comían lo menos posible.
No habrían logrado sobrevivir si los supermercados no hubieran permitido que sus hijas
acudieran, al final de la jornada, ante las puertas de descarga de mercancías, para
recoger las verduras que se habían caído.
A veces, cuando ya no quedaba más dinero, la mujer le dejaba la pierna izquierda al
tendero como prenda de crédito. Cuando recibía el cheque, o cuando una de sus hijas
encontraba un poco de trabajo, recuperaba su pierna y podía caminar sin la muleta que su
hija mayor le había confeccionado con una tabla astillada. Un día, sin embargo, tras haber
pagado su cuenta, dio un traspiés. Cuando examinó su pierna descubrió que el tendero
había guardado tantas piernas y brazos juntos en su gran armario de metal que su pie
había quedado retorcido. Se sentó en la única silla que tenía y empezó a llorar, elevando
los brazos sobre la cabeza.
Al ver que su madre se sentía tan desgraciada, la hija más joven, llamada Rose, entró
en la habitación y le dijo:
 Por favor, no te preocupes. Iré al barrio rico.  Y como la madre seguía llorando,
añadió : Y hablaré con el alcalde. Conseguiré que nos ayude.
La viuda le sonrió y acarició el pelo de su hija.
«No me cree», pensó Rose, «quizá no me deje marchar. Será mejor que me marche
sin que ella lo sepa». Y así, al día siguiente, cuando llegó el momento de acudir al
supermercado, Rose cogió los zapatos que compartía con sus hermanas y se los
escondió en el bolso de ir a la compra. No le gustaba hacerlo, pero necesitaría los [ Pobierz caÅ‚ość w formacie PDF ]

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