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frente a los juegos sociales, al menos respecto de los hombres que los realizan, para llevar
el desencanto hasta esta suerte de conmiseración un poco condescendiente por la illusio
masculina. Al contrario, toda su educación las prepara a entrar en el juego por procuración,
es decir, en una posición a la vez exterior y subordinada, y a conceder a la preocupación
masculina, como la señora Ramsay, una suerte de atención enternecida y de comprensión
confiante generadoras también de un profundo sentimiento de seguridad. Excluidas de los
juegos de poder, están preparadas a participar por medio de los hombres que participan en
él, ya se trate de su marido o, como la señora Ramsay, de su hijo.(66)
El principio de esas disposiciones afectivas radica en el estatuto que le es asignado a la
mujer en la división del trabajo de dominio y que Kant describió en un lenguaje falsamente
contestatario, el de una moral teórica disfrazada en ciencia de las costumbres:
Las mujeres no pueden defender personalmente sus derechos y sus asuntos civiles como
tampoco pueden hacer la guerra; no pueden hacerlo más que por medio de un representante;
y esta irresponsabilidad legal desde el punto de vista de los asuntos públicos no las hace
sino más poderosas en la economía del hogar: ahí predomina el derecho del más débil, que
el sexo masculino por su naturaleza se siente llamado a proteger y a defender.(67)
La renuncia y la docilidad que Kant imputa a la naturaleza femenina están bien inscritas en
lo más profundo de las disposiciones constitutivas del habitus, segunda naturaleza que no
presenta tanto las apariencias de la naturaleza y del instinto como la libido socialmente
instituida que se realiza en una forma particular de deseo, de libido en el sentido ordinario
del término. En la socialización diferencial que dispone a los hombres a amar los juegos de
poder y a las mujeres a los hombres que lo juegan, el carisma masculino es, por una parte,
el encanto del poder, la seducción que la posesión del poder ejerce, por sí, sobre cuerpos
cuya sexualidad misma está políticamente socializada.(68) Como la socialización inscribe
las disposiciones políticas bajo la forma de disposiciones corporales, la experiencia sexual
misma está orientada políticamente. No se puede negar que existe una seducción del poder
o, si se prefiere, un deseo o un amor a los poderosos, efecto sincero e ingenuo que ejerce el
poder cuando es aprehendido por cuerpos socialmente preparados para reconocerlo,
desearlo y amarlo, es decir, como carisma, encanto, gracia, irradiación o simplemente
belleza. Así, el dominio masculino encuentra uno de sus mejores apoyos en el
desconocimiento que favorece la aplicación al dominante de categorías de pensamiento
engendradas en la relación misma de dominio (grande/pequeño, fuerte/débil) y que
engendra esta forma límite del amor fati, que es el amor del dominante y de su dominación,
libido dominantis que implica la renuncia a ejercer en primera persona la libido dominandi.
Kant acierta al decir, en la continuación del texto ya citado, que "renunciar uno mismo a su
capacidad, a pesar de la degradación que esto puede comportar, ofrece sin embargo muchas
ventajas": el dominante ve siempre muy bien los intereses de los dominados, lo que no
implica que todo enunciado de esos intereses sea desacreditado o refutado por ello. De
hecho, como no cesa de sugerirlo Virginia Woolf, al estar excluido de la participación en
los juegos de poder, privilegio y trampa, el dominado se gana la quietud que presta la
indiferencia frente al juego y la seguridad garantizada por la delegación en quienes
participan en él, seguridad por otra parte ilusoria y siempre amenazada de dejar lugar a la
más terrible tristeza, porque jamás se ignora por completo la debilidad real de la gran figura
protectora y que, cual espectador fascinado de un ejercicio peligroso, se está afectivamente
implicado en la acción, a través de una persona querida, sin ejercer realmente el dominio
sobre ella. En la imagen masculina siempre está presente la figura paterna, cuyos veredictos
perentorios, si bien pueden mortificar, tienen un inmenso poder asegurador.(69) La señora
Ramsay sabe demasiado bien lo que asegura la delegación en el padre providencial y lo que
cuesta matar la figura paterna, sobre todo por el desarrollo que experimenta cuando
descubre el barullo de su marido, para fomentar la muerte del profeta veraz: quiere proteger
a su hijo de la violencia del veredicto paterno, pero sin arruinar la imagen del padre
omnisciente.
Por medio de éste, que detenta el monopolio de la violencia simbólica legítima (y no sólo
de la potencia sexual) en el interior de la unidad social elemental, se ejerce la acción
psicosomática que conduce a la somatización de la política. Como lo recuerda La
metamorfosis de Kafka, los propósitos paternos surten un efecto mágico de constitución,
nominación creadora, porque hablan directamente al cuerpo que, como lo recordaba Freud,
sigue las metáforas al pie de la letra ("no eres sino un pequeño gusano"), y si la distribución
diferencial de la libido social que ellos manejan parece tan extraordinariamente ajustada a
los lugares que le serán asignados a unos y a otros (según el sexo, pero también según el
rango de nacimiento y muchas otras variables) en los diferentes juegos sociales, eso se debe
en buena parte al hecho de que, aun cuando parecen no obedecer más que a lo arbitrario del
buen placer, los veredictos paternos emanan de un personaje que, habiendo sido labrado por
y para las censuras de los imperativos del mundo, tiene al principio de realidad por
principio de placer.
La mujer objeto
El habitus masculino se construye y se realiza en relación con el espacio reservado donde
se efectúan, entre hombres, los juegos serios de la competencia, ya se trate de juegos de
honor, cuyo límite es la guerra, o de juegos que, en las sociedades diferenciadas, ofrecen a
la libido dominandi, bajo todas sus formas (económica, política, religiosa, artística,
científica, etc.), campos de acción posibles. Al estar excluidas de hecho o de derecho de
esos juegos, las mujeres se hallan acantonadas en un papel de espectadoras, o como señala
Virginia Woolf, como espejos lisonjeros que devuelven al hombre la figura engrandecida
de él mismo, a la cual debe y quiere equipararse, y que le refuerzan de este modo el cerco
narcisista en una imagen idealizada de su identidad.(70) En la medida en que se dirige o
parece hacerlo a la persona en su singularidad, y hasta en sus bizarrías o sus
imperfecciones, o incluso al cuerpo, es decir la naturaleza en su facticidad, que arranca a la
contingencia constituyéndola como gracia, carisma, libertad, la sumisión femenina aporta
una forma irreemplazable de reconocimiento, justificando al que hace de ello el objeto de
existir y de existir como existe. Es probable que el proceso de virilización en favor del cual
conspira todo el orden social no pueda llevarse a cabo por entero más que con la [ Pobierz caÅ‚ość w formacie PDF ]

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